11 de septiembre de 2011

De Aldea de pescadores a metropóli



De aldea de pescadores a metrópoli


EN UN hermoso día de verano de agosto de 1590, Ieyasu Tokugawa, quien más tarde sería proclamado el primer sogún de la dinastía Tokugawa, puso pie en la aldea pesquera de Edo, en la costa este de Japón. Por aquel entonces, dice un libro de historia, “Edo consistía en unos cuantos centenares de casuchas habitadas por campesinos y pescadores” (The Shogun’s City—A History of Tokio). En las inmediaciones se erguía una fortaleza abandonada de más de un siglo de antigüedad.

Esta aldea, sumida en la oscuridad del anonimato por siglos, se convertiría en Tokio, que además de ser la capital de Japón, es también una animada megalópolis: en la prefectura metropolitana de Tokio viven más de 12.000.000 de personas. Por su desarrollo se constituiría en líder mundial de la tecnología, las comunicaciones, el transporte y el comercio, así como en sede de las mayores instituciones financieras del globo. ¿Cómo se produjo semejante transformación?

De aldea de pescadores a ciudad del sogún

A partir de 1467 y durante un siglo, los señores feudales, que vivían en constante pugna, dividieron Japón en feudos. Finalmente, Hideyoshi Toyotomi, señor feudal de origen humilde, unificó parcialmente el país y se convirtió en 1585 en regente imperial. Al principio, Ieyasu se enfrentó a este poderoso general, pero acabó aliándose con él. Juntos sitiaron y capturaron el castillo de Odawara, la fortaleza del poderoso clan Hojo, conquistando así la región de Kanto en el este de Japón.

Hideyoshi concedió a Ieyasu las ocho provincias de la vasta región de Kanto, que en su mayoría habían estado gobernadas por los Hojo, lo que obligó a Ieyasu a desplazarse al oriente de sus dominios originales. Al parecer, esta fue una acción calculada para mantener a Ieyasu lejos de Kioto, donde se hallaba la residencia del emperador, quien carecía de poder efectivo. A pesar de todo, este aceptó el ofrecimiento y llegó a Edo, como relatamos al comienzo de esta crónica. Ieyasu se propuso hacer de esta humilde aldea de pescadores el centro de sus dominios.

A la muerte de Hideyoshi, Ieyasu encabezó una coalición formada mayormente por tropas del este y se enfrentó a las fuerzas del oeste. En 1600, en solo un día, obtuvo completa victoria. En 1603 asumió el título de sogún y se convirtió, en la práctica, en el gobernante del país. Edo pasó a ser el nuevo centro administrativo de Japón.

Ieyasu ordenó a los señores feudales que suministraran materiales y mano de obra para terminar la construcción de un inmenso castillo. En un momento determinado se utilizaron 3.000 buques para transportar los gigantescos bloques de granito extraídos de los acantilados de la península de Izu, a unos 100 kilómetros (60 millas) al sur. En el puerto había una cuadrilla de cien o más hombres esperando para acarrear los bloques hasta la obra.

El castillo —con mucho, el más grande de Japón— se completó cincuenta años después, durante el régimen del tercer sogún, y constituyó un imponente símbolo del apabullante poder de los Tokugawa. Los samuráis, o guerreros, al servicio del sogún se instalaron en las cercanías del castillo. El sogún impuso a los señores feudales la obligación de mantener mansiones en Edo, aparte de los castillos que poseyeran en sus territorios.

Con el objeto de satisfacer las necesidades de la creciente población de samuráis, afluyeron a Edo comerciantes y artesanos de todo el país. Para 1695—a un siglo de la llegada de Ieyasu—, la ciudad ya contaba con 1.000.000 de habitantes. Era la más populosa del mundo en aquella época.

De la espada al ábaco

El gobierno del sogún afianzó la paz de tal modo que dejó a la clase guerrera con poco que hacer. Claro está, los samuráis seguían sintiéndose orgullosos de su profesión, pero el poder de la espada fue cediendo el paso al del ábaco, la popular calculadora manual de Oriente. La paz reinó por más de dos siglos y medio. La población civil en general, sobre todo los comerciantes, prosperó y gozó de mayor independencia. Se facilitó así el camino al desarrollo de una cultura singular.

La gente acudía a las famosas representaciones de teatro kabuki (dramas históricos), bunraku (teatro de títeres) y rakugo (género cómico). En las calurosas tardes de verano frecuentaban las frescas orillas del río Sumida, donde estaba situada Edo. También observaban sesiones de fuegos artificiales, una tradición que continúa hasta nuestros días.

Edo, sin embargo, seguía siendo desconocida para el resto del mundo. Por más de dos siglos se restringió todo contacto con los extranjeros, a excepción de los holandeses, chinos y coreanos, y eso con muchas limitaciones. Entonces, un suceso inesperado varió por completo el rumbo de la ciudad y del país.

De Edo a Tokio

Frente a las costas de Edo aparecieron de repente unos navíos de forma extraña que echaban nubes de humo negro. Los pescadores se asustaron creyendo que eran volcanes flotantes. Las noticias corrieron por Edo y provocaron un éxodo masivo.

La flotilla de cuatro buques de la marina de Estados Unidos, comandada por el comodoro Matthew C. Perry, fondeó en la bahía de Edo el 8 de julio de 1853 (izquierda). Perry solicitó al sogunado que abriera las puertas de Japón al comercio con su país. La visita de este capitán mostró a los japoneses lo atrasados que estaban en materia militar y tecnológica en comparación con el resto del mundo.

A partir de allí se desencadenó una serie de sucesos que culminaron con la caída del régimen Tokugawa y la restauración del gobierno imperial. En 1868, Edo cambió su nombre por el de Tokio, que significa “capital oriental” y designa su ubicación tomando Kioto como referencia. El emperador trasladó su residencia del palacio de Kioto al castillo de Edo, que pasó a ser el nuevo palacio imperial.

Bajo el influjo de la cultura occidental, el nuevo gobierno se dio a la tarea de modernizar el país. Como se precisaron muchos cambios, hay quienes califican este período de milagroso. En 1869 se inauguró el servicio telegráfico entre Tokio y Yokohama. Poco después se tendió la primera línea ferroviaria entre estas dos ciudades. De la noche a la mañana surgieron edificios de ladrillo entre las casas de madera. Se construyeron bancos, hoteles, centros comerciales y restaurantes. Se fundaron las primeras universidades. Las carreteras pavimentadas sustituyeron a los caminos de tierra. Por el río Sumida empezaron a circular en ambas direcciones barcos de vapor propulsados por ruedas de paletas.

Hasta la apariencia de la gente cambió. Aunque la mayoría utilizaba el tradicional kimono, cada vez eran más los que vestían a la usanza occidental. Los hombres llevaban bigote, sombrero de copa y bastón, en tanto que algunas mujeres, ataviadas con elegantes trajes, aprendían a bailar vals.

Junto con el sake, la cerveza se convirtió en la bebida preferida de los consumidores, y el béisbol empezó a competir con el sumo por el primer lugar en el mundo del deporte. Tokio absorbió, como una gran esponja, las ideas culturales y políticas del momento. Su crecimiento era imparable, hasta que un día sobrevino el desastre.

Renace de sus cenizas

El 1 de septiembre de 1923, mientras muchas personas preparaban el almuerzo, la región de Kanto se vio sacudida por un violento terremoto seguido de centenares de réplicas, entre ellas una de gran intensidad que se registró veinticuatro horas más tarde. Si bien los daños provocados por el terremoto en sí fueron devastadores, más destructores resultaron los incendios que estallaron y que redujeron a escombros gran parte de Tokio. De las cien mil víctimas, sesenta mil residían en esta ciudad.

Los habitantes de Tokio iniciaron la gigantesca tarea de reconstrucción. La ciudad no se había recuperado del todo cuando volvió a sufrir un duro golpe, esta vez a causa de los bombardeos aéreos durante la segunda guerra mundial. Particularmente devastadoras fueron las 700.000 bombas que cayeron desde la medianoche del 9 de marzo de 1945 hasta las tres de la mañana del día siguiente. Los edificios eran en su mayoría de madera. Las bombas de napalm, junto con nuevos proyectiles incendiarios a base de magnesio y gasolina gelatinizada, quemaron el centro densamente poblado de la ciudad, matando a más de setenta y siete mil personas. Este fue el bombardeo con armas no nucleares más destructivo de toda la historia.

A pesar del desastre, la Tokio de la posguerra renació de sus cenizas de forma sin precedentes. Para 1964, menos de veinte años después, se había recuperado tanto que fue elegida sede de los Juegos Olímpicos de verano. La construcción no ha parado en los últimos cuatro decenios a medida que la selva de hormigón extiende sus tentáculos hacia los lados y hacia arriba.

El espíritu de Tokio al rescate

A sus cuatrocientos años, la ciudad conocida con el nombre de Tokio no es nada antigua comparada con otras grandes urbes del mundo. Aunque algunos sectores de la ciudad conservan un aire de antaño, en realidad quedan pocos vestigios del pasado en sus construcciones. Una mirada de cerca, sin embargo, revela un modelo que tuvo su origen en los días de la antigua Edo.

En el centro de la metrópoli se halla una enorme zona verde. El palacio imperial y los terrenos aledaños ocupan el mismo lugar donde estaba el castillo de Edo. Desde allí salen en forma radial, como los hilos de una telaraña, las principales calles de la ciudad, como en la Edo original. Hasta el trazado caprichoso de las calles, que forman un laberinto, evoca imágenes de la antigua Edo. De hecho, la mayoría de las calles carecen de nombre. El trazado cuadriculado de manzanas que siguen otras grandes ciudades del mundo es reemplazado aquí por lotes numerados que difieren en forma y tamaño.

Pero, por encima de todo, pervive el espíritu de Tokio: su capacidad de asimilar lo nuevo, especialmente lo que llega del extranjero, así como su capacidad de renovación y su determinación de seguir adelante pese a los terremotos, una prolongada recesión económica y el espectacular crecimiento demográfico. Venga y compruebe usted mismo el vibrante espíritu de Tokio, la pequeña aldea de pescadores que saltó del anonimato a la fama internacional.

[Nota]

El sogún era el jefe hereditario del ejército japonés y ejercía autoridad absoluta bajo el mando del emperador.

Tomado de la revista Despertad enero de 2008; su corresponsal japones.